En la literatura colombiana contemporánea, escrita y publicada entre 1988 y 2017, la figura del sicario ha dejado de ser un personaje periférico para convertirse en un eje central de representación narrativa, en tanto encarna una transformación sociocultural del bandolerismo decimonónico hacia una forma de violencia urbana institucionalizada, que refleja no solo la normalización del crimen en el imaginario colectivo, sino también el fracaso estructural del Estado y la resignificación de la identidad nacional en torno a la violencia como forma de existencia y resistencia.
En este sentido, en Colombia, la violencia ha permeado la cotidianidad hasta el punto de volverse casi imperceptible. Está integrada en el imaginario social y se ha naturalizado como un mecanismo de resolución de conflictos entre individuos y grupos. Dorfman (1970) ya señalaba en la década de 1970 que la violencia es un problema estructural en América Latina, cuya presencia se constata en la vida diaria y en los medios de representación. No se trata de una única manifestación de la violencia, sino de múltiples expresiones que configuran una realidad caótica y difícil de abordar. «La violencia ha sido siempre importante en nuestra literatura» (Dorfman 9). Esta afirmación se confirma fácilmente al ver de qué manera el asesino, el crimen y la violencia abundan desde las novelas fundacionales latinoamericanas del siglo XIX tales como El Zarco, de Altamirano, o El matadero, de Echeverría, hasta las obras más recientes como Cóndores no entierran todos los días, de Gustavo Álvarez Gardeazabal (1976), o la muy famosa El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (2006), ejemplos claros de dicha situación. Porque en este continente y, en nuestro caso, Colombia, la violencia es la expresión genuina de la necesidad de seguir viviendo.
En las últimas décadas, se ha estudiado profundamente la violencia en Colombia para intentar comprender el sentido y situación de un conflicto interno que transita desde el siglo XX y que no se ha logrado solucionar. Uno de los campos más prolíficos es el de la literatura, el cual nos permite afirmar que, usando la idea de Spiller (2018), dicho conflicto es multifactorial y polilógico, en tanto no es posible la comprensión de ese caos más que como universo (242-43). En los barrios de pueblos y ciudades a todo lo largo del país, la violencia es una forma de supervivencia en donde, parafraseando a Baird (2018, 9-48), para sobrevivir hay que convertirse en el más malo (10). Se es violento porque se es víctima de la violencia. Las relaciones entre víctima y perpetrador son tan estrechas que identificar entre uno y otro es una tarea muy difícil. Recordemos, para este caso, la frase del escritor colombiano William Ospina (2020) en una de sus columnas de opinión del diario El Espectador: «Bastaba retroceder unos años en la vida de los monstruos para encontrar a unos niños espantados.» (s. p.); y es eso precisamente lo que podemos percibir en muchas de las obras literarias que abordan este problema en nuestra reciente historia. En ese orden de ideas, la literatura muestra este panorama y permite una reflexión en el diálogo continuo entre sus lenguajes y sus representaciones.
La literatura del sicario, más que constituirse como un reflejo mimético de la realidad colombiana, ejerce una compleja función representacional que interpela e incide en la construcción social del sentido sobre la violencia. Desde esta perspectiva, el sicario deja de ser únicamente un personaje narrativo y se convierte en una figura simbólica y discursiva que materializa las tensiones históricas, políticas y sociales del país. Al representar al sicario, la literatura no solo pone en escena un cuerpo o un rol criminalizado, sino que visibiliza las relaciones de poder, exclusión y vulnerabilidad que lo producen y sostienen. Así, la figura del sicario se convierte en una especie de símbolo crítico, que desnaturaliza la violencia al exhibir sus raíces estructurales y, simultáneamente, expone cómo la sociedad colombiana construye y legitima ciertas formas de violencia mientras condena otras.
En este sentido, esta literatura ejerce un papel performativo al participar activamente en la configuración del imaginario colectivo: define, cuestiona y resignifica continuamente los límites morales y éticos entre víctima y victimario, ley, justicia, crimen y legalidad. Al transformar al sicario en un objeto de representación simbólica, estos textos invitan a la reflexión sobre la precariedad institucional, la degradación moral que provoca el narcotráfico y las narrativas hegemónicas que sostienen dinámicas de exclusión. Así, la representación literaria trasciende la denuncia coyuntural para ofrecer una radiografía profunda de las contradicciones de la sociedad colombiana, constituyéndose en un mecanismo no solo de memoria histórica sino también de crítica social y cultural frente al fenómeno del sicariato y sus múltiples implicaciones sociales y políticas.
Así las cosas, se presenta en este artículo un corpus constituido por novelas que presentan al sicario como su personaje central: El sicario (1988), Sicario[1991a], Sicario[1991b], Morir con papá (1997), Rosario Tijeras (1999), Sangre ajena (2004), El pelaito que no duró nada (2005), La Virgen de los Sicarios (2011), La cuadra (2016) y Era más grande el muerto (2017). Sobre las cuales, se brindará un análisis más adelante.
En 1988 se inaugura este tema en la literatura colombiana con la publicación de El sicario, de Mario Bahamón Dussán. Tres años después, en 1991, aparecen dos novelas homónimas tituladas Sicario, una escrita por Rafael Botero y la otra por el español Alberto Vásquez-Figueroa. Aunque de limitada calidad literaria, estas obras son significativas por el contexto histórico en el que emergen, pues, en la época, la mera alusión a estos personajes podía significar el exilio o, incluso, la muerte, destino que sufrieron varios periodistas y escritores del momento, tales como Guillermo Cano, asesinado por sicarios en 1984; Diana Turbay, secuestrada y asesinada en 1991; Daniel Coronell, quien debió salir del país por amenazas, entre otros tantos casos, que no se alcanzaría a mencionar en estas páginas.
Ese mismo año, el director y guionista Víctor Gaviria publica El pelaito que no duró nada (1991/2005/2021), basada en entrevistas al hermano de uno de sus actores, asesinado tras finalizar el rodaje. Trágicamente, el joven que da testimonio en la obra también es asesinado, poco después de narrar la historia, evidenciando la naturaleza cíclica y persistente del fenómeno sicarial.
Desde una perspectiva crítica de la sociedad, Fernando Vallejo publica en 1994 la galardonada novela La Virgen de los Sicarios, donde responsabiliza no solo al Estado sino a toda la sociedad por su complicidad moral. En 1997, Óscar Collazos lanza Morir con papá, y un año más tarde Jorge Franco publica Rosario Tijeras, cuya protagonista femenina se convierte en un ícono transmedia: la novela fue adaptada al cine, a telenovelas y series; y aunque Rosario pertenece al universo del sicariato, su historia está más ligada a la prostitución y al narcotráfico.
En el año 2000, el periodista y escritor Arturo Alape publica Sangre ajena, en la que recrea de forma ficticia una entrevista con un exsicario, revelando el funcionamiento de las llamadas «escuelas de sicarios», estructuras de entrenamiento que aún persisten en distintas regiones del país. Si bien su existencia ha sido negada oficialmente, investigaciones como las de Álvarez (2013), Martin (2014) y Salazar (2018) documentan su existencia y operación con claridad.
Pasaron más de quince años hasta que una nueva novela abordara el tema: La cuadra (2016), de Gilmer Mesa, donde se reconstruye la memoria de un barrio en Medellín, uno de los núcleos más letales de formación sicarial durante los años ochenta. El relato gira en torno a la figura del hermano del narrador, quien, como muchos otros jóvenes, fue reclutado por el cartel de Medellín y, finalmente, asesinado en su actuar como sicario.
El corpus se cierra con Era más grande el muerto (2017), de Luis Miguel Rivas, novela que denuncia las condiciones sociales que empujan a los niños hacia el sicariato como forma de vida. El libro aborda también la figura del narcotraficante como símbolo de estatus social, así como la estructura de bandas organizadas, la génesis de las «escuelas de sicarios» y el fenómeno de los «baby sicarios». Si bien, desde esos días no ha surgido una nueva novela sobre el tema, es probable que la figura del sicario continúe atrayendo la atención narrativa, dada su vigencia y expansión en América Latina.
El criterio de selección del corpus se centró en novelas cuyo eje temático fuera el sicariato y en las que el protagonista, el narrador o su entorno inmediato estuviera vinculado directamente con el asesinato por encargo. Este filtro permitió una selección depurada, pero más extensa que la tenida en cuenta por otros investigadores como Erna Von der Walde (2000), Osorio (2008), Jácome (2013) y Rengifo (2008), demostrando, así, un panorama más amplio en el desarrollo de este tema. Las obras se agrupan en distintas categorías: relatos de memoria, ficción, testimonio y falso testimonio. La mayoría se sitúan en Medellín, Bogotá y Cali, ciudades neurálgicas en el auge del narcotráfico durante las décadas de 1970, 1980 y 1990, contribuyendo al falso imaginario de que el sicariato solo ocurre en estos centros urbanos, pero la realidad dista mucho de ser esa: el sicariato es una práctica que se perpetua y replica en cualquier lugar del país. Solo una de las novelas estudiadas tiene lugar en un espacio ficticio Era más grande el muerto, la cual es de reciente publicación (2017) y que remite simbólicamente a una ciudad andina imaginaria.
Siguiendo a Spiller (2018), «la literatura cumple una función social al integrar experiencias traumáticas en la memoria colectiva» (248). El sicario como representación es un sujeto social atravesado por múltiples dimensiones: pobreza, exclusión, inequidad, y una historia nacional marcada por la violencia como medio de resolución de conflictos; este, pese a su brutalidad, también es capaz de sentir, de amar, de pertenecer; no se trata de romantizar su figura ni de exculpar sus crímenes, sino de comprender que él también habita esa misma sociedad que produce a sus víctimas. Como recuerda Halbwachs (2004), los imaginarios sociales se construyen desde los marcos sociales existentes. Por ello, el sicario debe ser narrado para ser comprendido, puesto que la negación de su existencia solo sirve para perpetuar su poder simbólico. La literatura, lejos de ser crónica o historia, reelabora el imaginario colectivo, aportando a la reconstrucción de memoria cultural. Como afirma Seydel: «Por medio de la representación y distribución mediática, se le confiere a la rememoración individual del respectivo creador una relevancia colectiva» (104). Ese papel lo desempeñan estas novelas de manera magistral.
La figura del sicario –todavía pobremente caracterizada– es clave en los procesos de reconstrucción de la memoria social colombiana. Como sostiene Spiller, «la literatura contribuye a desarrollar sensibilidades, aptitudes sociales y especialmente la empatía, la capacidad de ver el mundo a través de los ojos del otro» (245). No se trata de cerrar los ojos al crimen, sino de ampliar la mirada frente a un conflicto complejo, en el que solo el reconocimiento del otro y la recuperación de la empatía pueden abrir caminos y espacios hacia la reconciliación.
Otro rasgo fundamental de este corpus es su anclaje urbano, reflejo de los desplazamientos masivos del campo a la ciudad provocados por crisis económicas (como la del café en los años ochenta) y el conflicto armado de las décadas finales del siglo XX y las iniciales del XXI. No se olvide que Colombia tiene uno de los mayores índices de desplazamiento interno del mundo, con más de 7,1 millones de personas, según datos de la Office for Coordination of Humanitarian Affairs de la United Nations (OCHA). Esta realidad ha transformado las ciudades receptoras, generando crecimientos desordenados y deteriorando los arquetipos morales de sus habitantes, obligados a redefinir principios y valores para sobrevivir.
Por lo tanto, no debe caerse en la visión simplista del sicario como una expresión de una «violencia endémica» en la región. Por el contrario, son múltiples los factores culturales, estéticos, sociales e históricos que configuran una literatura del sicariato compleja y reveladora, que permite una lectura caleidoscópica del conflicto colombiano.
Esta presencia reiterada ha contribuido a la naturalización de su imagen dentro del imaginario social colombiano hasta el punto de que podría parecer que el sicario es una figura intrínseca al contexto nacional. Sin embargo, esta percepción resulta imprecisa, pues el fenómeno del sicariato –definido como la práctica del asesinato por encargo– trasciende las fronteras de Colombia y América Latina, manifestándose en diversas regiones del mundo. No obstante, en el contexto latinoamericano y, particularmente, en Colombia, su normalización ha alcanzado niveles alarmantes, convirtiéndose en un fenómeno social desbordado.
Dentro de la vasta producción literaria que aborda la violencia y el narcotráfico como eje narrativo o contexto ficcional, este reducido número de novelas, diez, ha tomado al sicariato y a la figura del sicario como su núcleo temático. En el corpus, se analizan las representaciones de estos jóvenes que encarnan simultáneamente el rol de víctimas y victimarios. En palabras de Bouvet (2014), se trata de «monstruos» que habitan un mundo igualmente monstruoso, un entorno que no solo se resiste al cambio, sino que, con el transcurrir del tiempo, ha normalizado estas figuras dentro de los imaginarios colectivos, integrándolas como parte de una absurda cotidianidad en las que los grandes fines políticos o ideológicos no son representativos ya, ni siquiera en términos de contexto, tal como lo advierten Mackenbach y Ortiz Wallner (2008) sobre la «deformación» de la violencia en la nueva narrativa centroamericana.
Siguiendo la idea de Mackenbach y Ortiz Wallner (2008, 81), según la cual la «normalización de la violencia en la vida cotidiana» no encuentra respaldo en utopías sociales que la legitimen, deriva en que la violencia ejercida por ciertos actores tampoco se inscriba en los «grandes relatos hegemónicos o anti-hegemónicos», como lo afirma Chihaia (2019, 16). Esta exclusión dificulta su interpretación desde los marcos narrativos tradicionales. Pues, dicha marginalidad simbólica, se evidencia también en el lenguaje de los personajes, cuya expresión se distancia del español normativo y académico, para dar paso a un registro burdo, agresivo y callejero que interpela al lector desde su forma misma. La proliferación de neologismos vulgares y de una oralidad popular –en particular, el etnolecto conocido como parlache1– se consolida como rasgo estilístico distintivo de estas narrativas. Este recurso lingüístico no solo da cuenta de la crudeza del entorno representado, sino que también la intensifica, como puede observarse en las obras de Gaviria (1991), Vallejo (1993), Franco (1995) y Mesa (2016), entre otros.
1. Origen de los sicarios en Colombia
Durante el siglo XX, Colombia vivió una serie de situaciones sociales y políticas de gran convulsión, una guerra civil y mucha violencia indiscriminada, sumada una gran movilización de personas civiles en búsqueda de tierras de cultivo, lo que derivó en formas de violencia, depredación y caos, en total connivencia con la debilidad o inexistencia de la figura del Estado. Sin instituciones que garantizaran el cumplimiento de las leyes o el control de las armas, los actos de abuso de poder y violencia fueron una constante. Betancourt y García (1990) afirman que, durante la primera mitad del siglo XX, un «malandro profesional» era todo aquel sujeto que por dinero cumplía con la misión de matar a más de una persona por motivos políticos, económicos o de tierras; dicha afirmación ya es aterradora, y lo es por varias razones, puesto que implica una naturalización del asesinato como forma de vida, como oficio, además de evidenciar el fracaso de las instituciones estatales y, claro, la incapacidad para impartir justicia (Betancourt y García, 47-55).
Sin embargo, entre 1970 y 1985, se presentaron cambios económicos y políticos en el país, que llevaron a que los antiguos bandoleros tuvieran que desplazarse hacia las ciudades. Aspecto relevante para este trabajo, pues son los entornos urbanos de las grandes ciudades en los que el sicario nace como heredero de la tradición bandolera con el incentivo económico mucho más claro; y aquí se pierde el apelativo social del que hablaba Hobsbawn (2001), dado que el interés y los recursos ya no proceden de la explotación cafetera sino del contrabando y el narcotráfico originado de los cultivos de marihuana o la bonanza marimbera como se le conoció, magistralmente presentado por Laura Restrepo en su novela Leopardo al sol (1993); y luego con el mercado de los cárteles de la cocaína y sus terribles efectos sociales mostrados en algunas de las novelas que se revisan en este trabajo, particularmente en Sicario (1988), de Botero, en la que se muestra todo el recorrido de violencia y desplazamiento y sus consecuencias para la población civil.
Existe una inmensa variedad de contextos sociales en los cuales se produce la violencia del narcotráfico, que, por las condiciones mismas del negocio, implica una elevada potencialidad violenta; la violencia que se sale de la esfera de lo político y se inserta en la vida diaria de la población, que ve cómo sus propios miembros, amigos, vecinos, hijos y hermanos se hacen sujetos de esa violencia. Tal como lo refiere Schlenker (2020), es la emergencia del «dinero fácil» y del «todo vale», que se vio alimentada por un derrumbe de las instituciones que establecían algún tipo de «cerco moral» a la sociedad (18-27). Esto se puede ver fácilmente en novelas que tratan este tema tales como El pelaito que no duró nada (1991), de Gaviria; La Virgen de los Sicarios (1993), de Vallejo; o La cuadra (2016), de Mesa.
El narcotráfico genera un sofisma en el que el dinero fluye como agua y todos quieren tenerlo, crea una sed de dinero que nada calma, destruye la tranquilidad y, sobre todo, subvierte las bases morales que mantenían a la sociedad. Gutiérrez (2021), citando a Fernando Cruz Kronfly (1994), lo confirma al advertir que «el delito se (convierte) en el proyecto de vida» (136) de estas personas que desean tener todo lo que el mercado ofrece para ser exitosos en el mundo actual, y quieren poseerlo muy rápidamente sin demasiado esfuerzo; entonces, están dispuestas a hacer lo necesario para conseguirlo. No son condiciones políticas las que guían este fenómeno, sino sociales, pues la marginalidad y el desarraigo, así como la ruptura con el clan, abren una puerta que ya no se podrá cerrar, una puerta a un mundo en el que la violencia y el crimen es el camino más efectivo para lograr los fines que el mercado impone.
Este escenario social permite unas condiciones ideales para el resurgimiento de la novela negra, tal como lo indican Giardinelli (2013) y Gutiérrez (2021), en la que el sicario se inserta en el imaginario social a través de los medios de comunicación y de una práctica que se hace común, el asesinato por encargo; y no es que se quiera ideologizar algo que está vacío, el argumento es mostrar de qué manera la vida social se adapta y continúa desde un nuevo agente social, que vive y mata, que desea y espera un cambio que nunca va a ocurrir; es una evidencia de esa desesperación social, en la que se encuentran miles de jóvenes pobres de las comunas de Medellín, Cali o Bogotá. El sicario que aparece en la literatura y de allí a los seriados y telenovelas es un sujeto histórico que responde a unas condiciones sociales y del mercado, que busca cumplir. Esto se puede evidenciar claramente en los seriados sobre el tema como Sin tetas no hay paraíso (2006) o Escobar el patrón del mal (2012). Tal como lo indican otros estudios críticos como los de Von der Walde (2000), Osorio (2008), Jácome (2013) y Rengifo (2008), es un sujeto social profundamente degradado por sus experiencias vitales que cumple con el doble rol de ser victimario y víctima de un entorno social, económico y de mercado, profundamente agresivo que se hace digno de la literatura por sus escarceos con la religiosidad popular, la política, el melodrama y la economía neoliberal de finales del siglo XX.
2. Taxonomía del sicario
El sicariato es una forma de ganarse la vida. Es un oficio que permite recursos económicos y, claro, es una evidencia de lo caótico que puede ser el conflicto colombiano, de la debilidad estatal y la perversidad del narcotráfico que funciona en una sociedad escindida entre lo legal y lo ilegal. El sicario es un personaje de la vida diaria de las principales ciudades y que habita todas las capas de la sociedad y la acompaña desde mediados del siglo XX. Para J. M. Álvarez (2013), el problema es sistémico y lo afirma de la siguiente manera:
Esa ingobernabilidad hizo que el Estado delegara a las organizaciones delincuenciales tres áreas que deberían ser de su obligatorio cumplimiento: la seguridad, la educación y el empleo. La seguridad, porque de alguna manera las bandas armadas controlan territorios. La educación, porque niños, niñas y jóvenes están siendo preparados para ser sicarios, distribuidores de drogas y prostitutas. Y el empleo, porque son las bandas las que lo están generando, algo que nosotros no hemos sido capaces de hacer (175).
El 30 de abril de 1984, un adolescente de 18 años y su acompañante, a bordo de una motocicleta Suzuki 125ml, asesinaron al ministro de Justicia de Colombia, Rodrigo Lara Bonilla. Con este crimen se inauguró públicamente y en prensa nacional la existencia de un personaje denominado «sicario»: este asesino a sueldo, joven, casi niño, pobre, nacido en los barrios suburbiales de las comunas de Medellín o en los barrios pobres de Bogotá o Cali, enamorado de la idea del dinero rápido y criado en la pobreza extrema, hijo de una familia, una sociedad y un país disfuncional, no era otra cosa que un heredero de las costumbres virulentas y el dinero fácil que se había enquistado en el país desde el periodo de la violencia de las décadas de 1940 y 1950.
Por lo tanto, en la literatura colombiana contemporánea, la figura del sicario ha dejado de ser un personaje periférico para convertirse en un eje central de representación narrativa, en tanto encarna una transformación sociocultural del bandolerismo histórico hacia una forma de violencia urbana institucionalizada, que refleja no solo la normalización del crimen en el imaginario colectivo, sino también el fracaso estructural del Estado y la resignificación de la identidad nacional en torno a la violencia como forma de existencia y resistencia.
Es así que, en todas las novelas estudiadas, se presenta a ese muchacho leal, temerario y pobre, en algunos casos incluso analfabeto, dispuesto a hacer cualquier cosa por conseguir algo de dinero que le quite el hambre o le permita paliar la miseria en la que habita él y su familia, pero también emerger socialmente. En muchos casos, una forma de supervivencia; en otras, una muestra de valor o de «hombría», porque muchos sicarios apenas están descubriendo y construyendo su identidad sexual, tal como se puede corroborar en Morir con papá, La Virgen de los Sicarios, Sangre ajena o La cuadra. El valor máximo: la lealtad, el miedo a las consecuencias de sus actos de debilidad, que ya habían visto o padecido desde niños, cuando integraban los «combos» del barrio o las «patotas». La lealtad a los compañeros de la misma calle, del barrio o del cártel y el odio a los «sapos» traidores, se aprende desde la infancia y se aplica como la primera ley de la calle, «los sapos mueren aplastados». Todas estas son máximas morales que esta literatura no para de narrar.
El sicariato es una forma de subsistencia dentro de un contexto de violencia estructural y debilidad e incapacidad social. El Estado ha delegado en organizaciones delincuenciales funciones esenciales como seguridad, educación y empleo. No todos los sicarios son iguales ni responden a los mismos móviles sociales. Sus orígenes son principalmente de dos grupos definidos, aunque la clasificación que se ofrece a continuación solo es una forma artificial de definirlo, puesto que sus límites suelen mezclarse o confundirse.
Existen diversas tipologías de sicarios que aparecen en todas las novelas estudiadas y que conforman el corpus de este trabajo:
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Sicarios juveniles de origen marginal: niños y jóvenes reclutados por bandas en barrios periféricos (El pelaito que no duró nada, El sicario, Sicario [a] y Sicario [b], La cuadra, Sangre ajena, La Virgen de los Sicarios, Rosario Tijeras, etc.).
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Sicarios de clase media y alta: individuos de familias acomodadas que encuentran placer en el crimen (La cuadra, Sangre ajena, Era más grande el muerto).
3. Sicarios juveniles de origen marginal
El primer grupo es de niños y jóvenes pobres, obligados por el contexto geográfico y las circunstancias sociales y económicas de sus familias a ingresar a una banda criminal. Los primeros sicarios eran de origen campesino, víctimas, en muchos casos de la guerra civil denominada como «La violencia» de los años cincuenta. Décadas después fueron los hijos de los desplazados que nacieron en esos barrios quienes dominaron como «bandas armadas»; pero la verdadera explosión de este fenómeno se dio en las décadas de 1970-80 y 90 con el auge del narcotráfico. Esto se ve claramente en la novela La cuadra, así como en El pelaíto que no duró nada.
Las jerarquías de los grupos siempre mantuvieron más o menos la misma estructura: iniciaba con los niños más pequeños, menores entre 7 y 8 años, a quienes se les denomina «campaneros», pues estos, por su escasa edad, no levantaban sospechas de las autoridades y cumplían la función de alertar sobre la presencia de la Policía; luego, están los mensajeros o «carros», quienes posteriormente actuarían como ayudantes de los propiamente asesinos; estos asisten con el transporte de armas, drogas o mensajes, en algunos casos incluso conducen las motocicletas. Este caso se puede ver en Sangre ajena y en Morir con papá.
Las edades promedio de inicio pueden ir desde los 9 y 12 años, en casos particulares más chicos y con una expectativa de vida muy corta. Los sicarios, propiamente dichos, están entre los 17 y los 21 años. Este tipo se reflejan en La Virgen de los Sicarios, Rosario Tijeras y Era más grande el muerto; los subjefes, un poco mayores y en la cima de la pirámide, los «duros» o capos, que apenas se acercan a la barrera de los treinta años. Esta estructura está perfectamente reflejada en La cuadra, que, además, la usa como recurso narrativo para mostrar la manera en que los personajes de su obra se van integrando a las pandillas y a grupos de sicarios.
Mesa, en su obra, indica con claridad cuál es la jerarquía de las bandas organizadas, las edades y los «méritos criminales» que hay que tener para pertenecer a una de estas escalas. Rosario Tijeras describe chicas, muchachos y patrones, además de los ricos que los miran con desconfianza, pero aman su dinero y las mujeres, entre ellas, Rosario. Sangre ajena deja clara la escala social de los personajes, sus orígenes y categorías. La Virgen de los Sicarios describe dos clases sociales: los ricos, a los que pertenece Fernando; y los pobres, donde están los otros, los pobres. En material periodístico o de no ficción, se tienen los trabajos de Alonso Salazar y las crónicas de Juan Miguel Álvarez, que presentan una realidad descarnada y salvaje en la que habitan estos personajes. Por ejemplo, J. M. Álvarez (2013) lo refiere de la siguiente manera:
En un comienzo eran grupos de amigos que pasaban las tardes conversando en las esquinas a falta de otras ocupaciones y fueron mutando hasta armarse para controlar la venta de drogas, la prostitución de hombres y mujeres, y el territorio que es su barrio o su cuadra. Entendimos que un niño se inicia en una pandilla siendo menor de 10 años, como campanero. Después se vuelven distribuidores de droga en sus colegios y convencen a sus amigas de prostituirse, incluso a sus amigos, porque aquí también hay prostitución masculina. En estas vueltas, ellos ven que consiguen dinero sin peligro. Luego, como van creciendo, aspiran a una liga mayor y conocen las armas de fuego, las disparan y lo ven como algo novedoso. Cuando menos piensan se ven metidos en problemas de sangre, de atracos, de robos, de extorsiones, de amenazas. Hasta la graduación, cuando matan a alguien, y ya tienen entre 14 y 18 años (25).
El autor, en diálogo con un juez de paz de apellido Zapata, afirma que son muchas las condiciones que favorecen que tantos niños y jóvenes ingresen al mundo de los sicarios tal como es el caso de los personajes principales de las novelas del corpus, que, en su mayoría, evidencian situaciones de pobreza, violencia infringida por ellos y hacia ellos dentro de sus propias familias; situaciones de abandono, hambre, soledad, siguiendo el ejemplo de hermanos, padres y otros familiares dedicados al crimen que se presentan como modelos a seguir: verdaderos héroes para estos niños, que ven en estos asesinos a hombres fuertes, renegados y con dinero para comprar todo aquello que el mercado les ofrece como garantía de éxito y poder. El placer sexual es claramente uno de los atributos, pues esta literatura está fuertemente influida por una sexualidad desenfrenada y violenta (J. M. Álvarez 2013, 25-26). En este sentido, se han considerado cuatro grandes condiciones que favorecen su aparición y perpetuación como personajes de la vida diaria de muchas de las ciudades colombianas: la primera condición, que despunta por ser una de las más usuales, es la de ser hijos de hogares monoparentales, situación indicada anteriormente: niños al cuidado de un solo familiar, madres, padres o abuelas. Esto puede verse en algunas de las novelas estudiadas, por ejemplo, en La Virgen de los Sicarios, Rosario Tijeras, El sicario, Era más grande el muerto y Sicario [a y b]. Puede verificarse que los personajes vivían con sus madres o tenían cierta relación con ellas, sin figura paterna. En las novelas restantes, La cuadra, El pelaíto que no duró nada, Morir con papá o Sangre ajena, todas tienen figuras maternas y paternas, algunas incluso llenas de amor, pero con el factor preponderante de la escasa formación o crianza de esos padres que trabajan todo el día y que nunca ven a sus hijos, y que, en últimas, terminan pasando más tiempo en la calle que en la casa, con todas las implicaciones que esto tiene para la formación moral de los individuos. J. M. Álvarez (2013) lo plantea con gran claridad:
Eran berracos y aventados -precisó el negro-, si les tocaba morirse con el patrón, se morían, así lo estuvieran picando en pedacitos. Si la ley los acorralaba, no se entregaban, se hacían matar para no cantar. Sabían que, si cantaban, no solo los mataban a ellos, sino también a la familia. En cambio, si se hacían matar por la ley, sabían que los patrones compensarían a la mamá con una casa y una plata en efectivo (90).
La segunda condición descrita por J. M. Álvarez (2013, 25-27) es la de los hijos abandonados de emigrantes que envían dinero para compensar su ausencia; muchos de ellos no pasan necesidades ni están obligados al robo para sobrevivir: lo hacen por puro gusto. Esta condición de placer por el crimen configura un tipo especial de sicario. Lo evidente en ellos es una absoluta falta de autoridad y un enorme desprecio por las reglas y el trabajo, o estudio regular: quieren estar siempre de fiesta y, como tienen billetes en los bolsillos, ropa extranjera y, en algunos casos, sus propias motocicletas y armas, sienten un profundo desprecio por cualquier tarea que implique perder su statu quo. Nunca hay consecuencias por sus actos. Este es el caso de varios personajes de La cuadra o Era más grande el muerto.
Otro de los factores tiene que ver con la discriminación social a la que son sometidos los habitantes de los barrios de invasión, que tienen fama de ser peligrosos o muy alejados de las zonas céntricas y laborales de las ciudades y que, simplemente por vivir en estos lugares, no son tenidos en cuenta como posibles empleados, lo que les lleva a entender que la única alternativa laboral posible es el robo, el crimen organizado o el sicariato; y aunque esta alternativa responde más a un prejuicio, también es cierto que las dinámicas sociales de exclusión son una fuerza poderosa (J. M. Álvarez 2013, 28-32; Salazar 2018, 60-69). En el trabajo de J. M. Álvarez se refiere de la siguiente manera:
El centro de Investigaciones Criminológicas (CICRI) de la Policía de Risaralda hizo otra investigación durante 2007 con 630 menores de edad capturados entre el 1 de enero y el 8 de septiembre de ese año, 63 por ciento de ellos inculpados por hurto y tráfico de drogas y 37 por ciento de ellos inculpados por homicidio, secuestro, extorsión y otros delitos de alto impacto. Sobre el perfil delictivo del menor infractor, esta oficina concluyó que oscilaba entre los 14 y los 18 años, que la mayoría era de género masculino, que consumía drogas en promedio desde los 9 años, que residía en zonas de alto riesgo, es decir, en barrios marginales dominados por delincuentes, que tenía antecedentes de maltrato y abuso sexual, que cumplía un papel que no le correspondía dentro del núcleo familiar, que no recibía suficiente afecto y que su nivel de escolaridad estaba por debajo de noveno de bachillerato (27).
4. Sicarios de clase media y alta
Por último, existe un grupo adicional, generalmente conformado por jóvenes de clase media o ricos, miembros de importantes familias de Medellín, Pereira, Cali y la región del eje cafetero como La Virginia, Dosquebradas y otras, que se entregaron al crimen a veces por encargo y a veces por placer, pero siempre con toda la sevicia propia de los asesinos seriales y los psicópatas. Este es el caso del personaje de La cuadra (2016), Clarens, quien hacía parte de una familia acomodada y disfrutaba los crímenes. Este muchacho se parece a un personaje real con el alias de Gato Triste; su nombre era José Horacio Hernández López, acusado de más de 60 asesinatos e, según lo refiere J. M. Álvarez (2013), hijo de una familia de clase media-alta de Pereira:
—En la cárcel se decía que este muchacho era un asesino cínico y psicópata —agregó el penalista—. Sentía fobia por los drogadictos y el olor del bazuco o marihuana lo ponía psicótico y le despertaba ganas de matar a quien los estuviera fumando. Decían que trabajaba para algunos agentes de la Policía Judicial, que en la noche lo recogían en su casa y lo llevaban por esquinas, calles y parques donde era común ver gente drogándose. Cuando veían a una futura víctima, le pasaban al lado, bajaban la ventana para que este muchacho oliera y se motivara. Perseguían un par de cuadras; el muchacho se bajaba del vehículo y regresaba donde su víctima. La acribillaba. Mientras tanto, el vehículo daba la vuelta a la manzana, lo recogían y salían del lugar. Hubo ocasiones en que después de asesinar, el muchacho regresaba a la escena del crimen y se entremezclaba con los curiosos para cerciorarse de no haber fallado (87).
Son muchos los casos en que la marca del sicario no es más que la evidencia de su psicopatía representada en desmembramientos, mutilaciones o destrucción del cadáver, además de la conocida manía de acercarse a la zona del crimen o usar el mismo lugar para ocultar los cuerpos como el basurero «La escombrera» de Medellín, donde se supone hay personas descuartizadas, según datos de Pérez (2015). Lugares como este hay en todas las ciudades en donde el crimen organizado, así como otros actores violentos y las organizaciones del narcotráfico extendieron sus tentáculos.
De la misma manera, algunos sicarios se comportan también como sujetos psicóticos que desarrollan manías propias de enfermedades mentales. Un testimonio recogido por J. M. Álvarez (2013) nos da ejemplos como el que sigue:
Mire el vicio que tenía: cada que mataba, compraba el periódico y recortaba la nota que informaba sobre el asesinato. Así iba guardando recuerdo de todos sus crímenes. No solamente eso: en Huertas -vereda de Pereira ubicada a 15 minutos del centro- mató a su mejor amigo, le quitó la pistola, las botas, la billetera y la correa; a partir de ahí, fue esa su billetera en la que guardó los papeles, esa correa con la que comenzó a sujetarse los pantalones y las botas fueron las que empezó a usar diariamente. Su cuerpo fue castrado y enrollado en alambre de púas desde los tobillos hasta el cuello, fue levantado de un solar de la salida de Pereira hacia el corregimiento de Combia conocido como El Basurero, muy usado por asesinos para desembarazarse de los cadáveres de sus víctimas (87).
Lo cierto es que el sicario comprende rápidamente que es la fuerza y el uso de las armas lo que da prestigio y que, a la luz de este, llegan «las vueltas», los contratos. Es el uso de la fuerza, física o mental, la que permite su progreso en la organización criminal.
Los jóvenes que se unen a las organizaciones armadas usan la coacción como rasgo distintivo de su identidad, su construcción como sujetos está determinada por el abuso físico y por sus palabras: el discurso del sicario está lleno de insultos, incluso, para indicar afecto y la brutalidad traspasa todos los aspectos de la vida sicarial con violencia física, sexual, lingüística, económica, social, entre otras.
En todas las obras tenidas en cuenta, la violencia aparece como un protagonista caleidoscópico que identifica al sicario, que cosifica su accionar; matar a otro ser humano se convierte solo en el trabajo para conseguir el dinero necesario para vivir. Esa cosificación es una máxima que se tiene por natural y que no se cuestiona; las armas, el arrojo y la temeridad del joven o del niño que ejerce la acción criminal es garantía de efectividad. Álvarez nos permite ver esta situación en el siguiente testimonio:
Cuando yo tenía 8 o 9 años, me iba a arriar vacas a unos potreros que quedaban a dos o tres horas de mi casa, ese era mi trabajo todo el día. En el camino yo me encontraba ocho o diez muertos diarios, todos sin cabeza. Se la mochaban y la tiraban al cafetal abajo, a la cañada (45).
La fuerza de las armas, que cosifica, es una constante en la historia de estas comunidades, y lo es de esta manera por todas las razones que se han descrito anteriormente, no es que ocurra por una razón única; por el contrario, es polilógico y mutable. De ahí que su solución tampoco responda a un único proceso, sino que abunda en complejidades y actores.
5. Violencia contra la mujer y violencia sexual
En el panorama de las novelas escritas y publicadas desde finales del siglo XX y principios del siglo XXI, en donde el personaje sicario aparece como figura central, y más allá del estereotipo planteado en donde el sicario es un joven casi niño que se dedica al asesinato por encargo, no aparecen desarrolladas situaciones en donde mujeres cumplan con este rol. Si bien es reconocida la figura de Rosario Tijeras, no se debe olvidar que ella no ejerce como sicaria sino como prostituta. Baird y Álvarez lo aclaran en sus obras cuando afirman que, si bien, el oficio sicarial permanece en el universo masculino, se sabe de la existencia de algunas mujeres dedicadas al sicariato en diferentes regiones del país; pero, en términos literarios, no se ha trabajado este tipo de figuras, probablemente esta negación a incluirlas tiene que ver con el prejuicio sobre el género femenino y su rol de madre, compañera o protectora, pero no como protagonista del hecho homicida. Esta es una característica que aún queda por estudiar y que, probablemente, se sale del escenario de los estudios literarios. Además de esto, no olvidar que los roles asignados en estos escenarios de violencia no sólo son machistas sino conservadores. A las mujeres se les asigna no solo un rol enfocado en la protección y el placer sexual si no, también, se les reconoce como un agente que no levanta sospechas frente a las fuerzas de seguridad del Estado, al menos no en escenarios violentos.
Igualmente, un escenario que no hace parte del artículo, pero que cabe la pena mencionar es que los hombres, desde niños, son entrenados para ser «útiles» mientras que las mujeres tienen dos opciones que son: ser escogidas como rol protector o traficadas y esclavizadas. Si bien ni los hombres ni las mujeres escogen este destino, estas no «se van haciendo a este rol» cómo sucede con los niños que empiezan a ser parte de una pandilla. Por el contrario, ellas solo tienen la opción de obedecer.
No obstante, son frecuentes los casos narrados de violencia sexual contra las mujeres. Cabe recordar que Rosario Tijeras recibe este sobrenombre por la herramienta que usa para cobrar venganza ante las violaciones sexuales sufridas en su infancia y adolescencia. En la novela La cuadra hay un capítulo completo dedicado al «revolión», práctica de violación masiva ejecutada por pandillas en los barrios de Medellín. También es conocido que los crímenes sexuales ocupan un amplio apartado en la historia reciente de la violencia colombiana, documentado recientemente por la Comisión de la Verdad y por Gerard Martin en su estudio sobre Medellin (2014, 144-145). Allí, los datos revelan que miles de mujeres y niñas han sido violentadas como táctica de guerra y método de control territorial. Este complejo y doloroso capítulo apenas empieza a conocerse, pero la literatura todavía no lo ha abordado en profundidad, salvo algunos casos puntuales, como la obra de Laura Restrepo y, particularmente, Los ejércitos, de Evelio Rosero, novela en la que se describe una violación múltiple perpetrada por «hombres armados». Aunque estos agresores no actúan precisamente como sicarios, sí configuran un retrato claro de la cosificación del cuerpo femenino en el contexto de la violencia colombiana, dejando claro que, aunque hombres y mujeres sean víctimas del conflicto, son ellas quienes, en estos escenarios, jamás son plenamente dueñas de su propio cuerpo.
En este sentido, retomamos la discusión en torno a las múltiples formas de violencia que marcan la realidad colombiana, y su aparente reflejo en diversas manifestaciones artísticas y literarias. Sin embargo, entender la literatura únicamente como un reflejo exacto o mimético de la sociedad resulta insuficiente e incluso problemático. Las obras literarias no se limitan a reproducir pasivamente la realidad; por el contrario, estas ficciones la reinterpretan, cuestionan y confrontan mediante representaciones que revelan tensiones y contradicciones profundas. Las novelas mencionadas no solo reflejan una sociedad que rehúye constantemente a reconocer la magnitud del conflicto en el que está sumergida, sino que, además, exponen críticamente sus paradojas morales y éticas: una cultura melodramática, ambigua y selectiva que condena la denuncia incómoda, pero calla ante la brutalidad sistemática. Así, más que meros espejos, estas novelas funcionan como dispositivos críticos capaces de desestabilizar el sentido común, revelar lo oculto e interpelar los silencios cómplices sobre los que se sostiene la violencia estructural en Colombia.
6. Conclusión
Durante más de treinta años, la literatura sobre sicarios ha demostrado que este fenómeno social requiere ser narrado porque forma parte de una realidad compleja, fragmentada y contradictoria que demanda reconocimiento para lograr su comprensión crítica y eventual solución. En este sentido, la literatura no se limita a representar pasivamente el mundo en el que surge; por el contrario, profundiza en las dimensiones más íntimas y profundas de los sujetos involucrados en el sicariato, explorando sus motivaciones, conflictos y dilemas personales. Este ejercicio es esencial, pues solo desde la comprensión de los individuos inmersos en esta violencia es posible abordar de manera efectiva las condiciones sociales y estructurales que la sostienen.
Asimismo, para muchos narradores colombianos, recordar a las personas cercanas –un hermano, una novia, un padre o un amante– que optaron por el camino del sicariato y murieron en él no constituye una exaltación romántica o heroica del criminal, sino un acto de denuncia que pone en evidencia las circunstancias de pobreza, exclusión e injusticia que propiciaron su trágico destino. De este modo, la literatura revela cómo la violencia está profundamente arraigada en la biografía cotidiana de los colombianos, configurando una realidad traumática que muchas veces se asume como parte natural de la vida social.
Por otra parte, visibilizar al sicario como reflejo de una sociedad marcada por el fetichismo y la doble moral constituye un primer paso hacia el reconocimiento de que la violencia no es un fenómeno superficial ni aislado. Al contrario, este tipo de violencia evidencia problemas estructurales profundos cuya solución requiere una respuesta integral del Estado, pero también una participación activa y comprometida de toda la ciudadanía.
Desde la segunda mitad del siglo XX hasta la actualidad, la violencia ha sido un tema transversal en la literatura colombiana. Su presencia constante responde directamente a la complejidad de una sociedad afectada por múltiples crisis políticas, sociales y humanitarias, y por un conflicto armado que supera ya seis décadas. Fenómenos como el narcotráfico, la violencia estatal, la desigualdad social y las violencias basadas en género han marcado significativamente la realidad nacional y, en consecuencia, la narrativa literaria.
Este panorama complejo invita a cuestionar críticamente la representación de la violencia en la literatura, pues los textos literarios operan en la frontera entre ficción y realidad, estableciendo un juego ético y estético que exige al lector e investigador adoptar un posicionamiento reflexivo frente a estas manifestaciones culturales.
Finalmente, la literatura que tiene como protagonista al sicario ofrece una perspectiva especialmente valiosa debido a la ambigüedad de este personaje. Su representación permite explorar las profundas contradicciones de una sociedad capaz de sentir simultáneamente compasión y repulsión hacia quienes, siendo victimarios, también han sido víctimas, pues en todos los casos narrados el sicario asesinado genera compasión por el dolor de quienes lo amaron, pero pocas veces se habla de sus víctimas. Es precisamente esta ambivalencia la que convierte al sicario en un poderoso vehículo narrativo que confronta al lector con sus propios dilemas éticos, humanos y sociales.
