Finalizando el mes de abril de 2022, Horacio Castellanos Moya publicó su última novela hasta el momento, con el revelador nombre El hombre amansado. Para quienes son asiduos de su obra, esta última novela se esperaba con una cierta incertidumbre: ¿seguiría Moya su proyecto iniciado hace ya más de 20 años, continuando con la saga de la familia Aragón?1 ¿O se comenzaría aquí una nueva etapa literaria? Por una parte, El hombre amansado viene a resolver el abrupto final de la novela anterior, Moronga (2018); es decir, continúa con las peripecias de Erasmo, quien es el personaje principal de la saga de los Aragón. Sin embargo, aunque aparezca como personaje principal, nos parece que esto no es suficiente para poder englobarlo en el ciclo, ya que, tanto los temas, los recursos y las estrategias utilizados distan de los habituales en las novelas familiares2 y tanto la localización espacial como temporal cada vez se alejan más de aquellos a los que se recurre en la saga original. El hilo conductor que, sin embargo, sí puede establecerse con otras novelas de Castellanos Moya, e incluso se puede trazar una degradación cronológica, es una cierta crisis de la masculinidad hegemónica.
Las cuestiones sobre la masculinidad son centrales en la obra de Horacio Castellanos Moya. Sus protagonistas son principalmente hombres, que en mayor o menor medida fracasan socialmente, tal y como apunta Albrecht Buschmann: «Moya’s characters, and his narrators, are failing in a violent world – but they battle against that failure through the act of narrating, driven by an intuition, if not a belief, that only by telling stories can they survive» (Buschmann, 118). Esta noción de fracaso, que atraviesa el relato, tiene un carácter ambiguo, ya que se expresa a través de ciertas estrategias que, por un lado, permitieron a los personajes sobrevivir en tiempos de guerra (por ejemplo, la paranoia), pero que, al final de los conflictos, se han convertido en algo nocivo que no les permite reintegrarse en la sociedad. Por otra parte, cuando las narradoras o personajes son mujeres están también tamizadas por una visión profundamente androcéntrica, que legitima o deslegitima sus acciones en función de la visión de los personajes masculinos, mientras que estos últimos parecen aceptar una masculinidad hegemónica como medida de su propia hombría, aunque finalmente fallen al cumplir los estándares tal y como veremos a continuación.
1. Moronga y El hombre amansado bajo el prisma de la(s) masculinidad(es)
Las dos novelas que vamos a analizar en este artículo tienen en común que son las primeras narraciones cuya diégesis tiene lugar completamente fuera de territorio centroamericano (si contamos a México como parte fuertemente relacionada con el istmo) y que ambas son narradas desde el siglo XXI. Desde el punto de vista editorial, son también las primeras novelas publicadas por el conglomerado Penguin Random House, que ha asumido el proyecto literario moyano de una manera más integrativa que su editorial anterior, al publicar no solo las novelas sino también sus textos de no ficción.
Así, Moronga fue publicada en 2018 y está dividida en tres partes desiguales: las dos primeras tituladas con el apellido del protagonista y narrador respectivo, «Zeledón» (11–134) y «Aragón» (135–294), a las que se le suma una tercera parte titulada «Epílogo. El tirador oculto» (295–335), en forma de reporte policial en el que convergen las historias y personajes de los otros dos primeros capítulos. Por su parte, en El hombre amansado se expone, a través de dieciséis capítulos cortos, la experiencia en Suecia de Erasmo Aragón, quien vive atenazado tras haber sido acusado de un crimen que no ha cometido. Aquí quiero analizar precisamente al personaje en clave de crisis de la masculinidad hegemónica, cuya definición tomo de la reelaboración de Connell (1997), que, sin embargo, fue acuñada por primera vez por la socióloga ya en los años ochenta.
En Reescrituras de la masculinidad. Hombres y feminismo, Josep María Armengol distingue dos olas principales dentro de los estudios de las masculinidades. Una primera ola que «analizaba la masculinidad (blanca), entendida como el único modelo» y una segunda que «la estudia como un constructo de género (y racializado) específico, en lugar de “normal” o “universal”, prestando especial atención a su condición hegemónica dentro de las estructuras de poder actuales» (Armengol, 34). Asimismo, la segunda ola «insiste en la visión de la masculinidad blanca como contradictoria y cambiante, en lugar de estable y uniforme» (Armengol, 34). A su vez, y siguiendo a Elizabeth Badinter, la identidad masculina en la primera ola estaba marcada por ciertos roles o mandatos como fecundar a la mujer, proveer los bienes materiales necesarios para el sustento de la prole y proteger a la familia (ver Badinter, 1993). Sin embargo, en la segunda ola se considera el género como un sistema de poder y no simplemente como un conjunto de estereotipos, roles o diferencias observables entre mujeres y hombres, además de entender la masculinidad como una entidad plural y dinámica, por lo que se preocupa especialmente por mostrar cómo varía en función de la etnia, la orientación sexual, la clase social, la edad y otros factores (Armengol, 32–33). Por tanto, la masculinidad (ahora en singular) no puede tratarse como monolítica o uniforme, ya que «sigue siendo inseparable de las nociones de poder y privilegio» (Armengol, 86). Si bien coincidimos en una definición no monolítica ni única de las masculinidades, no se puede negar que la masculinidad sigue siendo el modelo hegemónico en muchas sociedades. En este punto nos podemos beneficiar de la definición de Raewyn Connell, precisamente porque para ella, la masculinidad hegemónica no funciona como un tipo de carácter fijo, sino que más bien se refiere a la posición jerárquica que se ocupa en cierto esquema dado en las relaciones de género (Connell 1997, 39). Connell toma el concepto de hegemonía de Antonio Gramsci para crear su definición, como «la configuración de práctica genérica que encarna la respuesta corrientemente aceptada al problema de la legitimidad del patriarcado, la que garantiza (o se toma para garantizar) la posición dominante de los hombres y la subordinación de las mujeres» (Connell 1997, 39). A pesar de las diferentes variaciones que incluye este modelo (Connell apunta que «no es un tipo de carácter fijo, siempre el mismo y en todas partes» [1997, 39]), se trata de un estereotipo social por el que una serie de características se asocian al «ser hombre».
Volviendo a las novelas, se puede observar cómo el sujeto masculino representado por Erasmo Aragón, pero también otros personajes, han sufrido diferentes consecuencias de la violencia política primero, y estructural después, viéndose degradados y diluidos en estas nuevas sociedades a las que llegan: aquellas estrategias aprendidas durante la guerra, que legitimaban un tipo de educación militarizada y sexista, ya no son pertinentes en las sociedades del norte global en el siglo XXI a las que migran. En este sentido, suponemos que los personajes no solo sufren los efectos de los conflictos armados centroamericanos y la violencia extrema asociada a ellos, como el desarraigo a través de múltiples desplazamientos, sino también los cambios en la sociedad circundante que no son capaces de aceptar. En lo que respecta al análisis de las masculinidades, los personajes que aparecen en Moronga y El hombre amansado permanecen anclados en los preceptos de la masculinidad que se asumían en la primera ola y, por lo tanto, fallan al enfrentarse con esa nueva sociedad, en la que aquellos valores se encuentran en un profundo cambio. La incongruencia que se presenta entre la realidad y el deseo (Basile 2015), tamizada por el prisma del trauma, (re)imprime en los personajes masculinos una acción de la violencia a varios niveles, especialmente hacia las mujeres.
Pero si bien las representaciones de lo masculino que aparecen tanto en el ciclo como en el resto de obras escritas por Castellanos Moya tienden a reafirmar las normas más prototípicas de la masculinidad tradicional, también han contribuido en cierta manera a cuestionar la masculinidad hegemónica abordando los prejuicios excluyentes de esa masculinidad patriarcal y neoliberal, las nefastas consecuencias del machismo en las relaciones personales y las enconadas relaciones padre-hijo. La representación de la distorsión de la subjetividad masculina por medio de mandatos masculinos intransigentes y politizados contribuye a la visibilización de estos roles y, por tanto, a la desestabilización de la masculinidad normativa. Esto se puede apreciar especialmente si comparamos los personajes en diferentes épocas,3 para lo que sí es bastante oportuno que exista una saga familiar en la que conviven diferentes generaciones. Los abuelos, que representan la primera generación de la saga, pueden ser analizados ciertamente como en la primera ola, ya que sí cumplen con esas expectativas como proveedores, protectores y procreadores. Sin embargo, a medida que avanza el tiempo diegético, estas características que marcan la masculinidad se van difuminando y, no solo es que la familia se desintegre debido a las diferentes incidencias de la violencia política y los conflictos armados, sino que los personajes masculinos ya no cumplen con esas expectativas sociales en absoluto, lo que se manifiesta en forma de conflictos generacionales que chocan por imponer diferentes modelos de visión del mundo. Tomemos, pues, lo que sucede en estas dos novelas: los personajes de la última generación se pierden a sí mismos, sin lazos familiares, pero también sin un Estado que los apoye, porque después de las guerras centroamericanas hubo que hacer un esfuerzo gigantesco para reconstruir una estructura social en gran medida polarizada, así como unas instituciones en las que la población había dejado de confiar (ver Montoya Blanco 2020). Según lo representa Castellanos Moya, estos personajes, que sobrevivieron estableciendo una serie de mecanismos útiles en aquel momento, no podrán abandonar dichos sistemas de supervivencia, pero que ya en un entorno pacífico no solo no les son funcionales, sino que de hecho les obstaculizan en estas sociedades estadounidense y europea. Y aunque sí sufran otros tipos de violencia, porque como migrantes se enfrentan a un entorno que perciben como hostil, su mayor lastre es que no son capaces de abandonar esas estrategias y que tienen que soportar las consecuencias de haber vivido de cerca la violencia extrema. La identidad de los personajes está anclada en un tipo de masculinidad cuyos cimientos están fuertemente arraigados en un tipo de educación autoritaria, que establece unos roles de género muy estrictos y tradicionales.
En Moronga, por ejemplo, se presentan principalmente tres tipos de masculinidad ejemplificadas por tres personajes: el propio Moronga, José Zeledón y Erasmo Aragón. Zeledón y Aragón son presentados a lo largo de la novela como la corporalidad de dos estrategias diferentes de lidiar con el trauma. Erasmo es verborreico y paranoico, alcoholizado y siempre fuera de sí. Por su parte, la paranoia de José Zeledón se muestra a través de su precisión metodológica, su parquedad de palabras, su frialdad. No en vano, se puede analizar a estos dos personajes a través de teorías del trauma como exceso y como vacío (ver Assmann, Jeftic y Wappler 2014), donde las estrategias de afrontamiento de Erasmo Aragón significarían exceso, mientras las de José Zeledón implican vacío.4 Si además consideramos un factor como el deseo sexual, podemos analizar a los dos personajes como dos estereotipos opuestos que Teresa Basile ha explorado en cuentos y novelas de Moya anteriores y que tienen que ver, por una parte, con «el rigor, la fortaleza, el empeño, la voluntad, la responsabilidad y el deber necesarios para la batalla contra el enemigo» y, por otra parte, con «cierto estereotipo del latinoamericano sensual que celebra el relajo, el goce, el ocio, las mujeres, el baile, el alcohol, la vagancia, los vicios y la fiesta, y que ahora frente a la revolución resulta una rémora» (Basile, 15). Basile denomina a estos dos perfiles: el «monje revolucionario» y el «gran masturbador». Así, el monje revolucionario está caracterizado por un cierto moralismo, por el cual el placer sexual se considera como un comportamiento pequeñoburgués, aunque al mismo tiempo está «condenado desde los parámetros de fidelidad según el modelo del matrimonio heterosexual» (Basile, 14). Por otra parte, el «gran masturbador» alude a un tipo de personaje con una fuerte pulsión sexual, la tendencia al onanismo y una obsesión por el deseo que, según Basile, lo alejan de la militancia de izquierdas acercándose al modelo del escritor. En la novela Moronga, para José Zeledón, el sexo es como una especie de necesidad que sin embargo nada tiene que ver con las emociones. Tras establecer un encuentro sexual con su vecina que es calificado como «rápido, animal, silencioso» (Castellanos Moya 2018, 58), se comprueba que para Zeledón no es posible más que usar el sexo como medio de descargue. En este sentido, para el «monje revolucionario», modelo sobre el que parcialmente está construido Zeledón, las emociones son pequeñoburguesas y cuando sus compañeras sexuales empiezan a dar señales de emocionalidad, enseguida se desliga de ellas.
Erasmo, por su parte, comparte elementos con el «gran masturbador»: además de haber sido periodista, sigue investigando en el campo de la literatura. Por otra parte, se asemeja en su inclinación al hedonismo, al deseo por las mujeres y el disfrute del alcohol. Sin embargo, Erasmo Aragón en Moronga se mueve entre dos pulsiones sexuales: una exuberante y obsesionada con el onanismo y el sexo anal, frente a la impotencia sexual que él nunca reconoce, sino que viene mediada por dos mujeres Mina y la niña Amanda Packer. Al mismo tiempo, Erasmo está completamente obsesionado con los vídeos pornográficos, aunque después se sienta culpable. Teresa Basile interpreta que «[g]ran parte de la obra de Horacio Castellanos Moya nos habla de este cortocircuito entre el deseo del goce y su imposibilidad (entre el principio del placer y el principio de realidad)» (Basile, 17). Esa fricción se expresa textualmente a través de un alto grado de misoginia verbal.
Finalmente, además del título de la novela, Moronga es un personaje secundario, pero de vital importancia para el desarrollo de la narración. Es descrito como «chaparro, gordo, prieto, cachetón, como sacado de una mala imitación de Breaking Bad» (Castellanos Moya 2018, 124). Cuando vivía en Guatemala pasó de ser un don Nadie a rico narcotraficante y conoció a una prostituta con una hija pequeña a la que intenta continuamente violar. La chica, cuando la madre muere en un enfrentamiento con la DEA, queda huérfana y es adoptada por una pareja estadounidense, la misma que alquila un cuarto a Erasmo Aragón en la ciudad de Washington. Es a través del relato de la chica, altamente perturbada por sus experiencias pasadas, que se va dibujando la imagen de Moronga como el prototipo de hombre abusivo, violento y machista. Coincidimos con que
The relationships Moronga has with women are closely linked with power and brutal violence. He does not hesitate to praise his sexual organ while forcing sexual encounters. Nevertheless, Castellanos Moya implicitly questions this hegemonic masculinity through the representation of these characters using different narrative strategies. Zeledón, for instance, acts like a robot while Aragón is portrayed as a ridiculous and grotesque person. Thus, although both characters are good examples of hegemonic masculinity, the crumbling of this façade illustrates the crisis of masculinity that they are going through, which extends to the rest of society (Sellés, 358).
Esta representación no solo evidencia la violencia de Moronga y de otros personajes masculinos, sino que, como evidencia Carmen Luna Sellés en la cita anterior, también expone las fisuras en el modelo hegemónico de masculinidad, revelando su fragilidad y cuestionando su legitimidad dentro del entramado social.
2. La incapacidad de ser hombre
Quizá lo más trasgresor de la narrativa de Horacio Castellanos Moya en este sentido es presentar a personajes masculinos que, si bien son representantes de un tipo de masculinidad hegemónica, al mismo tiempo son incapaces de cumplir con las expectativas del patriarcado: no son proveedores, no son protectores y ni siquiera son capaces de procrear. Sin embargo, la retórica y el discurso amargamente misógino, sobre todo de Erasmo Aragón, propone que los mismos personajes, a pesar de no encajar en el sistema, sí que hacen uso y se aprovechan de él, por lo que este discurso parece dar voz a la resistencia de la masculinidad tradicional a los cambios sociales en materia de avances feministas, que se presenta, por tanto, como una contradicción. Entonces existe una dualidad, pues si bien son machos fallidos, perpetúan ciertas violencias simbólicas, de las que no queda claro si son conscientes a través del texto. Un ejemplo se puede encontrar en José Zeledón, quien por una parte se posiciona claramente contra la violencia física frente a las mujeres en una escena en la que un conocido agrede a su esposa delante de todo el mundo en una fiesta: Zeledón se aproxima a él y usa el amedrentamiento de macho a macho para intimidarlo, con éxito (Castellanos Moya 2018, 41). Sin embargo, cuando Zeledón recuerda a su pareja durante la guerra, Catarina, esta es valorada como objeto sexual y no tanto como compañera de lucha, poniendo de manifiesto una de las cuentas pendientes de la izquierda revolucionaria en cuanto a su relación con las mismas mujeres con las que luchaban codo a codo. Por otra parte, este es un ejemplo más de todo un abanico de violencias que aparecen en la novela invisibilizadas, ya que los personajes masculinos no solo no parecen entender, sino que incluso ejercen y se benefician de ellas.
Este uso de la violencia contra las mujeres que se presenta en las novelas como una forma inconsciente vuelve a aparecer en El hombre amansado. Erasmo Aragón reaparece tras su encuentro con la policía estadounidense y la acusación de haber abusado de la hija de sus caseros en Washington, que resultó ser falsa pero que le valió la expulsión de la universidad y la prohibición de trabajar en cualquier centro educativo en Estados Unidos. Tras sufrir una crisis nerviosa que lo hospitaliza, conoce a una enfermera con la que establece una relación romántica y con quien se marcha a Suecia. Erasmo no es ni sombra de quien fue y recorre las calles de Estocolmo mientras hace recapitulación de los pasos que lo han conducido a ese estado: medicado, alienado, sin rumbo. Las descripciones que aparecen en el texto son ciertamente las más meditativas de la saga, la acción se detiene y el lenguaje muestra una profunda diferencia en la manera en que Erasmo se comporta como narrador: de aturullado y verborreico a distraído y soñador. Tras la voz en primera persona que le había sido concedida en El sueño del retorno y Moronga, Erasmo deja de ser un narrador directo, proponiéndose una tercera persona, aunque muy focalizada en el protagonista, quien deambula por la ciudad encontrándose con diferentes tipos de hombres, desde los grupos de musulmanes que le crean incertidumbre, a los grupos de borrachos que comparten su solidaridad marginal, pasando por «un grupo de adolescentes con sus equipos de jockey [que] ocupan la acera, a la espera de quienes llegan en auto a recogerlos. […] briosos, luego del partido o del entrenamiento, exudan testosterona» (Castellanos Moya 2022, 8). Con esa mirada sobre los hombres parece que Erasmo está intentando decidir quién, cuál de ellos será el tipo de hombre en el que se va a convertir si quiere salir de ese agujero en el que se encuentra: por primera vez lejos de su cultura, de su familia, tiene la oportunidad de ser otro, de reencauzar su camino. Según el propio Castellanos Moya, hablando sobre Erasmo en esta novela:
Esa es la crisis de él, la crisis de él es precisamente que llega a un lugar donde la deconstrucción de la masculinidad es algo que ya sucedió. Y él viene de un sitio donde apenas está comenzando. Así es que él se enfrenta con una realidad a la que no está acostumbrado. Entonces es un tipo que viene formado con una idea de la masculinidad en El Salvador, con todas las características que ya conocemos (Cantizzano 2023).
Sin embargo, la lectora asidua de Castellanos Moya, puede ir recogiendo indicios en el comportamiento de Erasmo que avisan del fatalismo tan acostumbrado de la saga, y es que Erasmo vuelve poco a poco a las andadas, incapaz de reconducir su vida, directo a la toxicidad que se plasma en la escena que quiebra todo, cuando, tras pasarse con el alcohol, porque no es capaz de asimilar la enfermedad de su compañera y la incertidumbre de que él también esté enfermo, mezcla las pastillas para la ansiedad y la depresión con alcohol, hasta tal punto que defeca en la habitación, en el lado en el que duerme su amante. Este acto se conforma como un punto de no retorno, o más bien, como un momento crucial de vuelta a sí mismo. Lo que es interesante es que, en otro punto de la saga, en la novela El sueño del retorno, cuando Erasmo está teniendo problemas de dolor de hígado y colon irritable, el doctor Chente Alvarado, le cuenta una historia de cómo los seres humanos, cuando empezaron a dejar de ser nómadas y a vivir en cuevas, tuvieron que aprender a no defecar en el lugar en el que dormían por razones higiénicas:
Ese fue también el primer momento en que el hombre padeció esa emoción que ahora llamamos angustia y que consiste en tener que escoger una de dos opciones: o satisfacía su instinto de evacuar en el sitio donde se encontraba, con la consecuencia de que sus excrementos quedaran junto a su cama, como diríamos ahora, o controlaba sus esfínteres y se dirigía a evacuar lejos del sitio donde dormía. Todo ese proceso que la humanidad experimentó durante miles de años, cada ser humano lo vive en los primeros dos o tres años de su vida. ¿Me entiende? Cuando un niño es educado para que controle sus esfínteres, se le enfrenta por primera vez a la angustia: o complace su instinto de hacer sus necesidades en el momento en que sus bolsas se llenan o complace a sus padres y controla sus esfínteres tal como le exigen que haga. La angustia y el control de los esfínteres están estrechamente relacionados (Castellanos Moya 2013, 19–20).
Parece entonces que, aunque de manera inconsciente, Erasmo sigue sus instintos a través de ese acto, que, por supuesto, se convierte en simbólico. Si esto es beneficioso para el personaje o no, queda como pregunta abierta al final de la novela.
3. Reflexiones finales
Tanto en El hombre amansado como en Moronga, además de otras novelas de Horacio Castellanos Moya, se ha observado que la representación de la cultura patriarcal es mostrada a través de una cosmovisión androcéntrica que, aunque fracturada y desarticulada, sigue ejerciendo su poder, mientras que las representaciones de lo femenino son atacadas y codificadas desde la perspectiva de esa masculinidad hegemónica en crisis, basada en la violencia simbólica (Bourdieu 2000). El análisis de la posición de estas figuras masculinas en relación con los roles tradicionales de la masculinidad como proveedores, protectores y procreadores revela una crisis en la representación de la masculinidad hegemónica. Esta crisis se manifiesta en una lucha por defenderse de las amenazas percibidas, difuminando la línea entre la realidad y la paranoia aprendida para sobrevivir, lo que hemos visto como paradójico, ya que da voz a una resistencia a los cambios que, en realidad, su propia masculinidad representa.
Además, hemos observado cómo el sujeto masculino ficcionalizado en estas novelas, se ve afectado por una cierta dilución en las nuevas sociedades de Estados Unidos y Suecia. Esto nos lleva a considerar no solo los efectos del trauma individual, como el desarraigo causado por el desplazamiento, sino también los cambios sociales que los personajes son incapaces de asimilar. Estos hallazgos subrayan la complejidad de las representaciones de la masculinidad en crisis y la importancia de considerar tanto los aspectos individuales como los sociales a la hora de comprender su evolución dentro de la obra narrativa moyana.
