Un sujeto es siempre ambivalente. Como sostiene Butler (2010), a partir de Foucault, el poder no solo actúa sobre el sujeto, sino que lo forma. Si bien el sujeto emerge de una relación de subordinación, la norma subjetivadora también le proporciona la posibilidad de cierta agencia; en otras palabras, a veces la ley se vuelve contra sí misma. Butler ilustra esta resignificación del discurso disciplinario a través de la modalidad —patologizante o contestataria— de la palabra «marico/a», cuya forma progresista necesita y repite el uso reaccionario con el objetivo de efectuar una reterritorialización subversiva. Así, el lenguaje, mediante su atributo performativo, tiene la posibilidad de resignificar categorías que, a menudo, se presentan como coercitivas o despectivas. Es el caso del lenguaje injurioso con el que se suele atacar a las minorías sexo-genéricas, el cual, mediante una subversión crítica, pasó a ser una forma de autodeterminación orgullosa.
A pesar del efecto performativo que posibilita la interpelación constitutiva del sujeto1, el análisis de la subjetividad gay tiene pocos adeptos. Para Halperin (2010), esta desconfianza no es accidental: según la psicología, que fue la teoría dominante en el siglo XX para pensar la subjetividad, cualquier distancia en relación con las normas singularmente restrictivas de los comportamientos de género y de sexualidad eran considerados y tratados como la prueba de una psicopatología, «como el síntoma de un estado enfermizo, descrito de diversas formas bajo las etiquetas de ‘desequilibro mental’, ‘perversión sexual’, ‘trastornos de la personalidad’ y ‘inadaptación’» (Halperin 2010, 10)2. Los movimientos de liberación homosexual de la década de 1960 y 1970, para evitar esta categoría viciada, se erigieron bajo la posición políticamente aceptable de la identidad —capaz de transformar el estigma en orgullo—.
El interés de los estudios cuir por la subjetividad gay es relativamente reciente. Autores como Eribon (2012), Floyd (2013) y Halperin (2015) se acercaron al sujeto homosexual a través de su intersubjetividad —en su manera de lidiar con los mensajes de un mundo social alienante—, mientras que Bersani (2011) lo hizo releyendo el psicoanálisis de una forma profundamente anticonservadora. El punto de partida de estos autores consistió en entrever una especificidad gay alejada, por supuesto, de toda lectura identitaria esencialista.
La subjetividad, para Floyd, lejos de definirse en términos de identificación personal, representa una perspectiva centrada en las relaciones sociales, como una manera de percibir y de conocer esas relaciones. «Las subjetividades heterosexuales y homosexuales reflejan puntos de vista binarios y opuestos, posiciones sociales (no individuales) del sujeto, desde donde emergen formas de saber potencialmente divergentes» (Floyd 26). La subjetividad gay se inscribe entonces en un lugar social e históricamente subordinado a esta situación específica de diferenciación sexual.
Los estudios sobre la subjetividad gay han mostrado que la homosexualidad no es solamente una orientación sexual, sino también una adhesión particular a ciertos valores sociales y estéticos —un modo de ser—. En cuanto que práctica cultural, lo gay implicaría una decodificación —disidente— de las reglas que regulan la heteronormatividad, tal como sostiene Clum: «lo gay significa una lectura alternativa de la cultura dominante» (Clum 41). Esta cultura dominante, centrada en un orden social patriarcal, erige la masculinidad3 como el elemento privilegiado. Las subjetividades gais, en este sentido, más allá de establecer una relación de subordinación con la masculinidad hegemónica, estarían llamadas a socavar una estructuración social que arrincona la diferencia a través de una «estética del desajuste» (Halperin 2010, 183), según la fórmula de Harris, marcadamente kitsch —término empleado para referirse a la producción de obras que juegan intencionalmente con el reciclaje de motivos populares—. Sin embargo, la cultura gay no está exenta de reproducir un sistema de valores que sigue favoreciendo la supremacía de la masculinidad dominante.
Analizar las relaciones de antagonismo y de proximidad de las subjetividades gais y las masculinidades hegemónicas en textos literarios, tomando en consideración la hermenéutica de Jameson (2011), permite observar las enunciaciones en un discurso por definición colectivo y de clase, puesto que todo artefacto cultural puede ser leído como la resolución simbólica de contradicciones políticas y sociales. De esta forma, a partir de Pájaro de mar por tierra (1972), del venezolano Isaac Chocrón, y Luna latina en Manhattan (1992), del colombiano Jaime Manrique, estudiaremos la manera en que estas novelas, vistas como unidades significantes de formaciones sociales e ideológicas —donde lo kitsch parece estar al servicio de la representación de identidades cerradas, estereotipadas—, inventan o no soluciones imaginarias o formales ante la ambivalencia del sujeto gay en la construcción de sus personajes principales. Ambas obras son significativas para estudiar el tema de la construcción de la subjetividad y del intercambio constante del sujeto con su entorno —normalizador—: Pájaro de mar por tierra, además de ser una de las primeras novelas venezolanas en tener como protagonista a un sujeto homosexual, se inscribe en una literatura que permite analizar asuntos relaciones con la noción de sujeto colonial y migrante, uno de los puntos clave de Luna latina en Manhattan. Las dos novelas coinciden en relatar las vicisitudes de sujetos homosexuales suramericanos en los Estados Unidos, lo que subraya aún más el lugar periférico que estarían destinados a ocupar.
1. «Quiero ser un sujeto»
Miguel/Mickey, el protagonista de Pájaro de mar por tierra (1972), aspira a convertirse en un sujeto. A su regreso a Caracas, donde se reterritorializa después de su paso fallido por Nueva York, el narrador nos revela que su conflicto insoslayable se basa en el sentimiento de no creerse más que un objeto dependiente y al que siempre se le intenta imponer algo. La sujeción del personaje lidia con la oposición entre una sexualidad homosexual promiscua aciaga y las solicitudes de vinculación afectiva, tanto de hombres como de mujeres, vistas como una forma de posesión. Veinte años después, Santiago/Sammy, el protagonista de Luna latina en Manhattan (1992), se encuentra, aunque con la epidemia del sida a cuestas, en una situación más o menos similar.
Pájaro de mar por tierra es una especie de clásico de la literatura venezolana. En una entrevista publicada en 1996, Chocrón dijo que su novela era como «la biblia para un gentío» (Márquez 1996). Esos lectores fervientes se habrían incluso aprendido el libro de memoria. El escritor sin duda exagera, pero sus palabras muestran tanto el éxito comercial de la novela como la forma en que el autor autopercibió su obra. Luna latina en Manhattan, por su parte, se publicó por primera vez en inglés antes de ser reeditada por diferentes editoriales en español. El Grupo Planeta en Colombia la incluyó, junto con otras novelas de Manrique, en su catálogo en 2022.
Para Varderi (2022), la novela de Isaac Chocrón pondría en escena la ausencia de autorreferencialidad del yo homosexual4, rasgo que, a nuestro juicio, compartiría con la obra de Manrique, lo que nos parece una lectura oportuna pero problemática; esa ausencia es vista por ambos escritores desde un conservadurismo alienante que impide que las obras puedan ser leídas como ejercicios narrativos capaces de plasmar la subjetividad homosexual sin acorralarla. Además, las oposiciones sociales y culturales que estructuran las subjetividades de Miguel/Micky y Santiago/Sammy terminan por ser el desdichado recordatorio de referencias normativas inapelables, al igual que condenan lo «venezolano» y lo «colombiano» al estereotipo engañoso. Lo suramericano se definiría entonces a partir de una estrechez de miras y una tendencia desmedida a la violencia aparentemente definitorias. Bajo esta organización discursiva, lo kitsch en los relatos está lejos de representar, de acuerdo con las palabras de Greenberg (2006), «un auténtico sabor popular».
Las identidades escindidas de ambos personajes surgen cuando llegan a Nueva York. Miguel, el protagonista de Chocrón, «salió de la aduana del Aeropuerto Kennedy llamándose Micky» (p. 18). La novela narra esa división identitaria en términos de oposición: Micky encarna la sexualidad —principalmente homosexual— desenfadada del personaje, mientras que Miguel, «de camisa blanca, corbata negra y chaqueta deportiva de cuadros azules y negros» (p. 105), ilustra tanto la domesticación sexual y socioeconómica como la masculinidad dominante. Su desconcierto ante las normas sociales se resume a una «incapacidad y cobardía para comprometerse en algo o con alguien» (p. 143), lo que centra la historia en una interioridad anómala. La orientación que el personaje no logra tomar entre estos dos comportamientos aparentemente divergentes, de acuerdo con la fenomenología cuir de Ahmed (2022), lo sitúan permanentemente «fuera de la línea5». Esta dualidad puede ser leída entonces como la corrección de la dirección que su deseo —homosexual— intenta tomar. El desajuste subjetivo que presenta Pájaro de mar por tierra es artificial porque, tal y como lo recuerda Nelson (2022), a través de una cita de Deleuze y Guattari, «la sexualidad está también en la manera en la que un burócrata acaricia sus carpetas, un juez hace justicia, un negocio produce mucho dinero, la burguesía jode al proletariado […], los bancos excitan a mucha gente6» (Nelson 122).
La inconformidad interior del personaje, centrada en la lucha entre la promiscuidad homosexual y la representación del sujeto socialmente productivo, por lo general heterosexual, conduce a un desenlace adverso: Miguel/Micky desaparece de un día para otro. Su búsqueda de sentido es infructuosa porque el relato de Chocrón se resiste a concebirlo como un sujeto social. Para Nancy (2014), el sentido es, entre otras cosas, un conducto entre un yo poroso y el mundo, y Pájaro de mar por tierra es incapaz de conectar a su protagonista al mundo que lo rodea.
Si bien Miguel/Micky es contado a través de los testimonios escritos u orales que otros personajes comparten a cambio de 100 dólares con un escritor llamado metaficcionalmente Isaac Chocrón, que escribe un libro sobre él, su subjetividad solo es vista en términos psicológicos. Al intentar asir lo que Miguel/Micky tiene por dentro, Pájaro de mar por tierra se presenta como un dispositivo ahistórico que, en su manera de retratar los elementos del contexto circundante, no reorganiza de forma activa, a través de operaciones de escritura, la historia que cuenta. Parafraseando a Hall (2017) podemos decir que la literatura no es un espejo de segundo orden colgado con el fin de reflejar lo que ya existe, sino una representación que es capaz de imaginar nuevas formas de vernos. En este sentido, la novela no es más que la reproducción maniquea de las formaciones ideológicas que, además de ver en el interior del sujeto homosexual el signo de una anomalía, desautorizan otros futuros posibles. Hallar este tipo de obras en un campo literario inscrito en una tradición decimonónica y católica como la venezolana no es extraño. Sin embargo, Pájaro de mar por tierra desmiente el predominio casi absoluto del realismo en la producción nacional que defiende Liscano (1984). Sostenemos que el texto de Chocrón tiene menos que ver con la realidad retratada que con la reificación de su marco social. Un año antes de la publicación de Pájaro de mar por tierra, el propio Chocrón escribió La revolución (1972), una obra de teatro en la que a través del reconocimiento y la aceptación de la disidencia sexual entre dos hombres homosexuales, a diferencia de su novela, se plantea la posibilidad de un acto colectivo de rebelión contra la normatividad social.
Esta reificación también es el punto ciego de Luna latina en Manhattan. Para Santiago/Sammy, vivir cerca de su madre e incluso en Colombia es incompatible con la aceptación de su homosexualidad. Adolescente, el personaje emigra junto con su familia a los Estados Unidos, donde sigue sus estudios hasta interrumpir su doctorado con el propósito de volver a Bogotá, pero es incapaz de readaptarse, tal y como le advirtió su amigo Bobby, quien se mudó a Nueva York para ser «un marica libre» (p. 61). La barrera espacial que debe crear para mantenerse alejado de su familia no se construye solo entre el norte y el sur del continente, sino también entre dos distritos. El relato comienza con el personaje yendo a casa de su madre: de Manhattan a Queens, desde donde «los rascacielos parecen a los lejos monumentos de un lugar encantado» (p. 9). En las oposiciones que establece la novela, Queens es una prolongación de Colombia —tanto por la presencia de su familia como por la violencia sanguinaria que reina en la zona, asociada, por supuesto, a los colombianos—, mientras que Manhattan sí se siente como un país extranjero.
Luna latina en Manhattan, que por su temática ha sido estudiada como parte de una vertiente de la literatura colombiana en la que se evidencia diferentes formas de exilio individual (Osorio Soto 41), retrata un mundo afectivo latino desde un orden hegemónico: la trayectoria del sujeto latino hacia la ontología política del sujeto oficial que ve lo colombiano como «irracional» (p. 26). La obra de Manrique se presenta como una ficción humorística que, desafortunadamente, desatiende las contradicciones sociales y culturales de su protagonista porque reproduce la normatividad que su prosa presuntamente desvergonzada tal vez ambiciona sobrepasar. Podemos decir que Santiago/Sammy encarna al sujeto cuir de color para quien, siguiendo a Muñoz (2023), «cortar lazos con su pasado familiar a menudo también implica cortar lazos con su etnicidad y/o raza» (p. 142), lo que podría explicar su desprecio por lo colombiano. Al intentar ser el marica que desea, el personaje necesita romper con su familia y su país. Muñoz, además, nos recuerda que la teoría cuir ha criticado mucho a la familia, «a la que entiende como una totalidad opresiva» (p. 140), una caracterización reduccionista desde la perspectiva de un sujeto racializado, para quien el carácter inextricable de la raza y el sexo es un aspecto central de pertenencia e indiferencia. Pero si la familia impuesta es realmente el problema, entonces la novela se contradice a sí misma, puesto que al final se enaltecen los vínculos sanguíneos, aunque ya no los propios, como paradigma de lo relacional. Esta paradoja se produce por su incapacidad de alejarse de la mimética obligatoria que a menudo se les impone a los sujetos minoritarios; es decir, narrarse desde el punto de vista de lo normativo. En Pájaro de mar por tierra, del mismo modo, la madre es quien tiene la última palabra —sin que su testimonio posea la carga necesaria para aprovechar la fuerza melodramática y, por ende, kitsch de una madre ante la pérdida de su hijo—.
Para Muñoz, «entrar en sintonía con la marronidad del mundo equivale a ser capaces de ver lo que está aquí, pero oculto7». En otras palabras, corresponde a pensar en las singularidades del sujeto racializado, y en cómo ha sido obligado a ejercer sobre sí mismo y sobre los demás una lectura viciada, con el fin de observar los agenciamientos que circulan de manera velada —mediante, desde la perspectiva de Deleuze y Guattari, líneas de fuga y movimientos de desterritorialización—.
Así, en su huida, el personaje no esquiva la lógica cultural de la blanquedad erigida como ley. No solo el acento costeño le parece machista (p. 82), sino que los hindúes y árabes parlotean en lenguas exóticas (p. 130). El presunto humor de la novela no redime estas frases porque todo en ella nos invita a pensar la noción de etnicidad como una condición fija —algo que las personas son y seguirán siendo siempre—. En Pájaro de mar por tierra sucede lo mismo: mientras Domingo le advierte a Miguel/Micky que «siempre es preferible un americano a un latino» (p. 39), la novela parece esforzarse en demostrar la veracidad de ese prejuicio. Butler (2018) afirma que todas las identidades operan a través de la exclusión, a través de la construcción discursiva de un afuera constitutivo y de la producción de sujetos marginalizados. Chocrón y Manrique no pudieron pensar a sus personajes desde sus posiciones minoritarias para articular de forma diferente la relación entre el sujeto y la práctica discursiva que lo deja fuera del campo de lo simbólico, fuera del campo de lo representable. Aunque las identificaciones de ambos autores pertenecen al terreno de lo imaginario, muestran sus orientaciones fantasmáticas: los dos se esmeraron tanto en reflejar lo dominante que se olvidaron por completo de la existencia de otros puntos de vista.
Ninguna de las dos novelas nos proporciona pistas para lo que en términos foucaultianos podemos definir como nuevos modos relacionales. Pájaro de mar por tierra y Luna latina en Manhattan desaprovechan, con respecto a las subjetividades gais y migrantes de sus personajes principales, lo que Bersani defiende como una conclusión sorprendente pero plausible: la idea de que la homosexualidad sería propicia para pensar en una sexualidad sociable capaz de producir nuevas subjetividades.
2. Negación del melodrama
Tanto Chocrón como Manrique fundaron sus textos en oposiciones que, aunque operativas, son inmanentemente incoherentes. En términos formales, esta construcción binaria deshabilita siempre un tercer espacio de contemplación. Los binarismos que dan sentido a ambas novelas reposan en lo que Kosofsky Sedgwick (1998) sostiene como la estructuración binaria de la cultura occidental: homosexualidad/heterosexualidad, público/privado, sujeto/objeto, nacional/extranjero, arte/kitsch… Con respecto a este último, la autora estadounidense —que prefiere el reconocimiento camp a la atribución kitsch— afirma que lo kitsch «es una clasificación que redobla el poder agresivo del epíteto sentimental8», pretendiendo eximir al enunciador, lo que no provocaría nada mucho más interesante que el cinismo. Aunque Halperin, en su Art d’être gai, retoma los postulados de Kosofsky Sedgwick, analiza el melodrama según la lógica social de lo kitsch —como medio de desvalorización— para rechazar la etiqueta de frivolidad con la que se suele catalogar el sufrimiento patético9.
De acuerdo con Rodriguez (2019), podemos decir entonces que lo kitsch posee una dimensión excesiva e ingenua, sin llegar a ser paródica —lo que sería del dominio de lo camp—. Las pistas que tanto lo kitsch como lo camp dan de la formación moderna de las subjetividades gais que hemos intentado privilegiar en este trabajo radican en la sociabilidad que ambas nociones podrían tejer. En las obras de Chocrón y Manrique, a pesar de sus prosas por lo general aceleradas, sus protagonistas evitan el exceso como la peste. En Pájaro de mar por tierra, las inquietudes del personaje, más que abogar por la artificialidad del sentimiento, se centran en las reconfortantes consideraciones de la complejidad de la naturaleza humana; es decir, la novela se toma demasiado en serio a sí misma. En términos culturales, el libro pretende ser una tragedia de algo que tal vez siempre ha sido un apasionado melodrama.
Miguel/Micky y Santiago/Sammy forman parte de ese tipo tan común de personajes gais masculinos, guapos, bien educados y responsables, cuyo único problema reside en el hecho de ser homosexuales. Esta manera de narrar la homosexualidad, de acuerdo con la lectura que hace Eribon (2003) de la obra del escritor francés Marcel Jouhandeau, es profundamente conservadora, porque presupone una adhesión absoluta a los valores dominantes de un mundo en el que ciertos escritores habrían podido vivir perfectamente a gusto de no haber sido homosexuales. Centrados en la difícil aceptación de sus personajes principales, estos dos escritores disipan el potencial kitsch de algunos personajes secundarios, como Carlos, el hermano de Miguel/Micky, y Bobby, el mejor amigo de Santiago/Sammy. Con Bobby, el juego de oposiciones de Manrique se desbarata: tras haber sido «un marica de ataque» (p. 62), el personaje sucumbe a la epidemia del Vih/Sida; la loca no solo muere a la mitad de la historia, sino que lo hace arrepentida, buscando el perdón de su alma. Aunque la escena está contada desde un punto de vista humorístico, la falta de distinción entre un humor que separa y un humor que intuye la risa como una forma de ascesis revela una lógica textual que impide la desmitificación y la resignificación narrativa.
Si bien Luna latina en Manhattan es una parodia sobre lo colombiano —sin por eso desatender una mirada más amplia sobre lo latinoamericano— escrita en principio para un público estadounidense, su estructura es poco generosa con lo camp: aunque las identidades sociales inscritas en el relato, en cuanto caricaturas, pueden ser leídas como un modo de puesta en escena, más o menos artificial, de la subjetividad, Manrique se resiste a la identificación impulsiva con el fin de explorar sistemáticamente las visiones abyectas que una cultura homófoba, clasista y racista puede procrear. Contra los prejuicios sociales y la normatividad sexual y de género, la novela no produce la ironía suficiente para convertirse en una estrategia discursiva interesante que nos permita poner a distancia las asignaciones identitarias con las que la sociedad concibe al sujeto homosexual.
3. Conclusión
Reflexionar sobre la construcción de subjetividades gais y la resignificación narrativa que un texto literario puede llevar a cabo aviva la exigencia de vincular los procesos de infravaloración que, al igual que los sujetos cuir, otros grupos minoritarios sufren bajo un orden social basado en múltiples jerarquizaciones, tal y como lo recuerda Eribon, «ya que la reflexión y la acción política, si no están marcada por la transversalidad […], corren siempre el peligro de caer en carriles bien conocidos, en los que, cada uno por su lado, denuncia el tipo de racismo del que es víctima, ignorando o, lo que es peor, ratificando o incluso practicando, aquel del que otra categoría de personas es objeto» (Eribon 165).
En la lucha contra la violencia dirigida hacia los sujetos minoritarios, el sujeto gay está llamado a contribuir a las desidentificaciones que de alguna manera reproducen los prejuicios de nuestra cultura con respecto al género, la sexualidad, la clase y la raza. En este sentido, la formulación de modos alternativos de acceso al movimiento dialéctico del deseo sigue siendo una necesidad. Contra el lugar de la falta, al que a menudo son situados los sujetos minoritarios, el sujeto gay debería responder con una presencia capaz de revelar o cuestionar las distintas formas de dominación. Para ello, tal como lo señala Hall, el esfuerzo por pensar la singularidad dentro de una lógica en la que el sujeto marginalizado es constituido discursivamente, mediante un ideal regulador y normativo, debería dejar de lado la noción de identidad, la cual es, según el pionero de los estudios culturales, teóricamente insuficiente. Las dos novelas analizadas, por tanto, no tendrían mucho que decir acerca de la formación de una subjetividad gay transversal; sin embargo, sí pueden ser leídas como ejemplos sintomáticos de la preeminencia de un modo de hacer literatura que aún observa el mundo social desde la normatividad.
